jueves, 3 de septiembre de 2015



Hace algunos años mi ciudad se vio afectada severamente por la crisis económica. Muchas tiendas y restaurantes se vieron obligados a cerrar, y muchos escaparates de reciente construcción quedaron vacíos – algunos durante años. Ninguno de los comercios que sobrevivían abrían hasta muy tarde (imagino que no salían las cuentas a la hora de tener que pagar a los empleados), por lo que durante la noche era posible caminar por la “zona comercial” y no ver ni una sola alma en todo el trayecto.
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Algunas personas consideraban esto deprimente – todo ese potencial, toda esa inversión perdida. Pero a mí me gustaba sentir que me encontraba en un pueblo fantasma durante la noche. Caminando por la calle principal, rodeado de ventanas oscuras y tiendas vacías, es imposible no imaginar que eres la única persona que queda en el mundo. Era pacifico. Las cosas se pusieron peores y más negocios cerraron, pero yo seguía disfrutando ir a dar mis paseos particulares a media noche por la ciudad.
Durante toda esta crisis, hubo un restaurante que parecía ser la excepción y permanecía abierto. Era un lugar bastante amplio, incluso demasiado para aquella pequeña ciudad, situado en un lugar poco usual que daba a la carretera más cercana. Era fácil conducir o caminar por el lugar sin ni siquiera darse cuenta que estaba allí, que es lo que mucha gente hacía. La mayoría de las noches se encontraba vacío.
Pero de alguna forma se mantenía abierto, sirviendo la misma (buena, pero no tan grandiosa) comida italiana, hasta que un día simplemente cerró sin previo aviso. Ningún cartel de “Gracias por su preferencia” colgado en el frente, muchos menos anuncios de despedida, absolutamente nada. Cerraron sus puertas un domingo por la tarde y jamás volvieron a abrir.
Generalmente, cuando un restaurante como este cierra puedes ver que todas sus mesas, sillas y utensilios desaparecen misteriosamente en cuestión de días. Imaginó que los venden para pagar las deudas, ¿no? Pero eso no ocurrió en este lugar. Pasaron semanas desde el cierre y todo estaba justamente como lo dejaron aquel domingo por la noche, incluso el anuncio laminado de “Especialidades del día” en el tablón de anuncios de la entrada. Era un poco extraño y, finalmente, un amigo y yo decidimos que era hora de echar un vistazo más detallado.
Por supuesto fuimos en la noche, ya que ese es el momento en que las ideas tontas suelen ocurrírsenos. Nadie lo expresó en voz alta, pero la suposición tácita era que trataríamos de encontrar un camino para entrar – una puerta abierta, una ventana entreabierta, algo por el estilo. Solo para ver.
“Escuché que se declararon en bancarrota”, dijo mi amigo, mientras caminábamos con algo de nerviosismo al restaurante.
“Bueno sí. Era lo más obvio”, respondí. Es decir, ¿generalmente por qué cierran los negocios, no?
“Sin embargo, eso hace que te preguntes por qué lo hicieron hasta ahora. Debieron haber estado luchando durante años”.
Para ser honestos, esa era la razón primordial por la que quería echar un vistazo al restaurante. Sé que suena ridículo, pero secretamente esperaba que pudiéramos encontrar un alijo de drogas escondido en la cocina. Quizá el lugar solo servía de fachada, y por eso se permitieron seguir en funcionamiento durante tanto tiempo.
Caminamos hasta el restaurante con una atmosfera de tensión y nerviosismo. Por supuesto, no había nadie en los alrededores. Probablemente pudimos haber lanzado un ladrillo sobre las ventanas sin llamar la atención.
“Aquí vamos”, murmuré, más para aliviar mi sensación de nerviosismo que cualquier otra cosa. Me aproximé a la puerta de entrada con paneles de vidrio y miré el interior.
Solo entonces me di cuenta de lo extraño que era que el personal hubiera dejado el interior del restaurante de aquella forma, tan perfectamente intacto. Cada mesa estaba cuidadosamente servida para clientes que jamás irían: cuchillos, tenedores, servilletas, incluso flores artificiales en pequeños floreros. Alguien había apilado cuidadosamente las tasas del café express en la parte superior de la cafetera, e incluso podía verse una lista escrita a mano de las reservaciones sobre la caja registradora. Estaba demasiado oscuro y no pude leer nada de lo que había escrito, pero hubiera apostado a que eran las reservaciones del lunes, justo para un día después que el restaurante cerró.
Era extraño. Deberían haber sabido con anticipación que iban a quebrar, ¿no?
“Extraño”, murmuró mi amigo. Creo que la atmósfera del lugar empezaba a afectarlo a él también.
Nos movimos a una de las ventanas del restaurante. Desde allí pudimos ver la parte derecha de la cocina, que estaba separada del comedor tan solo por un muro bajo. Todas las ollas y sartenes de acero inoxidable colgaban de ganchos en la pared del fondo.
Junto a estos había una hilera de cuchillos atados con una de esas bandas magnéticas.
“Todo sigue allí…”, murmuró mi compañero. Asentí lacónicamente. En ese momento creo que ambos habíamos abandonado la idea de entrar. Legalidades aparte, el simple hecho de pensar en estar ahí dentro era algo espeluznante.
Mi amigo tomó su teléfono y usó una aplicación de linterna para incrementar la débil luz que llegaba al interior.
Mientras observamos acompañados por el haz que se movía a través de las mesas, el pelo en la parte posterior de mis hombros se erizó. Estaba convencido de que en un momento u otro descubriríamos un par de manos descansando sobre los manteles; su último cliente, sepultado para siempre en el restaurante cerrado.
“No llega hasta la cocina”, dijo. “Intenta con el tuyo”.
Asentí con la cabeza, aunque realmente no quería, y atravesé la ventana con el flash de la cámara de mi teléfono. El mío era mucho más potente, suficiente como para iluminar la parte de la cocina.
“Apunta a la caja registradora, quizá olvidaron algo de dinero”.
Hice lo que se me instruyó, pero una idea de preocupación había comenzado a rondar mi mente. Había visto algo cruzando en la luz de mi teléfono, algo que a una parte de mí le estaba exigiendo más atención.
“Maldición”, dijo mi compañero cuando el rayo de luz llegó hasta la caja registradora y reveló que no había nada para nosotros. “Vuelve a la cocina”.
Pero esta vez lo ignoré, me quedé pasmado como una estatua. Hasta ese momento me di cuenta de aquello que me estaba molestando tanto. Eran las flores. La única vez que mi familia comió en ese restaurante, todos comentamos lo hermosas que estaban las orquídeas que pusieron en la mesa. Eran reales.
Moví la luz lentamente a la mesa más cercana a nosotros. Efectivamente, era una flor blanca muy real, muy viva en un jarrón lleno de agua fresca casi hasta el tope.
Abrí la boca – pare decir algo, no recuerdo qué – pero antes de que pudiera exclamarlo escuché como mi amigo dejaba escapar un jadeo ahogado. Me tomó de la muñeca y me obligó a apuntar el teléfono de regreso a la cocina.
Ahí estaba una figura con ropa blanca de pie contra el muro bajo, de espaldas a nosotros. El pelo negro oscuro emergía desde un gorro de cocinero a cuadros y llegaba hasta sus hombros.
“El pelo largo”, dijo mi papá cunado fuimos a comer allí. “Poco común para un chef”.
Justo antes de empezar a correr pude ver la forma en que el cuello del cocinero se contraía como si estuviera a punto de voltear y mirarnos. Hasta el día de hoy ocasionalmente tengo pesadillas sobre lo que podríamos haber visto si no nos hubiéramos retirado cuando lo hicimos.
Hay una especie de conclusión en esta historia, aunque no es demasiado emocionante. Con el paso de las semanas, mi amigo y yo nos convencimos de que todo había sido resultado de nuestra imaginación. Ninguno mencionó la forma obvia en que pudimos haber comprobado dicha hipótesis: regresando al restaurante para ver si todavía estaban las flores frescas en cada mesa. Creo que ambos teníamos miedo de lo que pudiéramos encontrar.
Eventualmente alguien más compró el restaurante. Una amiga consiguió trabajo como camarera. Nos pusimos a hablar un día, y me contó una interesante historia.
Aparentemente, la razón por la que el restaurante cerró tan estrepitosamente la primera vez fue que el propietario original – que también era chef – se suicidó en la cocina. El personal no tenía idea de lo mal que estaban las cosas hasta que llegaron a trabajar al día siguiente y lo encontraron allí. Entonces cerraron el lugar – que de todos modos iría a la quiera en pocos días – pero el dueño no tenía familia con la cual contactarse para que tomaran posesión del negocio o se llevaran los últimos activos. Por lo que no había forma de que el arrendador del lugar se lo alquilara a otra persona, por ley tuvo que cerrarlo tres meses, sin tocar nada.
Bueno, casi intacto. Pues alguien se había quedado allí para cambiar las flores y reponer el agua en los floreros. Supongo que había invertido tanto trabajo en el lugar que simplemente no podía dejar que se fuera.
Le pregunté a mi amiga si estaba cómoda trabajando allí. Puso una mirada extraña y me dijo que estaba bien. Aunque sentí un “pero”.
“Bueno, para ser honesta, a veces suceden cosas espeluznantes”, me dijo. “El edificio, quiero decir. No me gusta ser la última que se queda en la noche”.
Yo no dije nada. A la ciudad ahora le va mejor. Ya no hay tantas tiendas vacías. Todo el mundo finalmente está convencido de que los años malos se quedaron atrás.
Siempre que dicen eso, todo lo que puedo hacer es pensar en aquellos que no lo superaron. Quizá hay muchos de esos por ahí, aferrándose a sus sueños hasta el final, con la esperanza de servir a un último cliente.



Cuentan que en algún tiempo un viejo taxista se pasaba la noche vagando por las calles de la ciudad con un semblante tan triste que resultaba contagioso. Vivía en ese estado debido a su infertilidad. Aunque ya rebasaba los cincuenta años, todavía no realizaba su sueño de convertirse en padre. Su deprimente rutina de vida, o de supervivencia, era salir muy temprano, llevar a las personas felices a sus destinos y volver a casa para dormir.
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Una noche, el hombre despertó por la madrugada y súbitamente saltó de la cama. No teniendo otra opción cercana, tomó un vaso pequeño de cristal para defenderse. Parpadeó algunas veces para asegurarse de que aquella silueta que observaba entre las sombras era real.
– ¿Quién eres? – preguntó el viejo taxista evidentemente aterrado.
– Ustedes me conocen por muchos nombres.
– Es mejor que te vayas de mi casa ahora o esto resultará muy mal.
– ¿Y qué hará un viejo como tú? No he venido a traerte más desgracia. Yo sé que lo deseas.
– ¿De qué hablas?
– Un hijo. Se todas las cosas que anhelas en la vida. Pero ese es tu mayor deseo. Controla todo tu ser. Por eso quiero proponerte un trato.
– Ya estoy entendiendo lo que pretendes. Y no, no voy a caer en tu trampa.
– ¿Caer en mi trampa? Ni siquiera me conoces, pero yo sé todo de ti. Te he observado desde hace mucho tiempo. Sé que la vida carece de sentido para ti sin un hijo a tu lado. Sé que piensas en quitarte la vida todos los días. Yo podría irme ahora y ese comportamiento depresivo y autodestructivo haría el trabajo de llevar tu alma hasta mí.
– ¿Entonces, qué quieres?
– Bueno… un espíritu solo puede ser otorgado por aquel que está allá arriba. Pero yo tengo la habilidad de proveer un cuerpo. Yo te doy una hija. Y cuidas de ella como un capullo para mí.
El taxista no lo pensó mucho y casi inmediatamente respondió:
¿Qué tengo que hacer?
Y siguiendo las instrucciones de aquel personaje, el viejo transportista realizó algunas modificaciones al taxi. Eran las tres de la madrugada cuando aquel vehículo recorría las solitarias calles de la ciudad. Se detuvo en una esquina al observar a una prostituta que, dándose cuenta de las intenciones del taxista, se acercó. La mujer le ofreció su servicio y él aceptó. Al entrar al vehículo las puertas se aseguraron. Entonces la mujer notó una estructura de metal que separaba al conductor de la parte trasera del vehículo, los parabrisas y las ventanas estaban blindados y eran a prueba de impactos. Era prácticamente imposible escapar de aquella prisión sobre ruedas. La mujer fue llevada a la fuerza al interior de la casa del taxista. Tras ser atada, aquel hombre extraño de las sombras hizo presencia de nuevo. El ritual fue muy simple.
Con la mujer atada a la cama, una serie de velas negras fueron dispuestas en torno a la habitación. Valiéndose de un cuchillo de cocina, el taxista hizo un corte horizontal y otro vertical trazando algo parecido a una cruz entre los senos de la pobre mujer. La mujer estaba desnuda, cubierta de sangre y lloraba de forma desesperada. Las órdenes del hombre hacia el taxista fueron sencillas:
– Ahora es tuya. Viólala.
Y así lo hizo aquel viejo taxista. Ultrajó a la prostituta durante tres largas horas, hasta que la mujer se desmayó.
Durante nueve meses, el taxista la mantuvo cautiva. En ese lapso no llegó a ver la luz del sol y se mantuvo inmovilizada en la cama. Solo veía al taxista tres veces: cuando la alimentaba, cuando la limpiaba y cuando la violaba (pese a que esto no era parte del ritual). La niña nació fuerte y saludable. No se sabe lo que pasó con su madre; ya no era necesaria a partir de su nacimiento, quizá la abandonaron en la calle o quizá la mataron. Lo que importaba para aquel viejo taxista era la felicidad descomunal que le producía poder llamar “hija” a otro ser, y saber que un día ella lo llamaría “padre”. El hombre jamás apareció para cobrar su parte del trato, no físicamente.
horror monstruo
La niña creció y cuando cumplió seis años empezó a sentir hambre. No era hambre de leche, no era hambre de golosinas, no era hambre de comida. Su hambre era de sangre y carne humana. Y por eso, todas las noches, aquel viejo taxista sale por ahí, en busca de comida para su hija. Por lo tanto, cuando te encuentres en la calle, perdido en la noche… ten cuidado del taxi que tomas.