sábado, 10 de noviembre de 2012



El Hombre del saco se lleva a los niños en un saco. Esto ya lo sabes, lo sabéis todos los niños, pero lo que nunca os han contado es lo que hace con los niños malos después de habérselos llevado.

Te lo voy a contar.


El Hombre del saco tiene el aspecto de un pordiosero, sucio y maloliente. Lleva un abrigo viejo plagado de remiendos, con grandes bolsillos de los que, a veces, parecen salir vocecillas lejanas. Lleva un sombrero de ala ancha lleno de rotos que le oculta la mirada, su pelo ralo y negruzco le tapa las mejillas, y sólo se ve su nariz aguileña y su boca, surcadas ambas por pústulas y cicatrices que supuran una pus, por eso sorbe constantemente y se relame. Se adivinan sus ojos penetrantes, inquietos, malignos, te aseguro que si llegaras a contemplarlos de frente el corazón te haría daño en el pecho al palpitar, mirándote con esas pupilas concentradas en dos puntitos minúsculos. Pero lo peor es su boca. Si, en el peor de los casos, se te lleva, cállate, no digas nada, porque su sentido del humor es muy extraño e imprevisible, el demonio sabe de qué se ríe, y si dices algo, cualquier palabra, la más ingenua, y provocas su risa podrás ver unas hileras de dientes afilados, igual que los caníbales, ocres, incluso le faltan algunos, y esos huecos, por los que asoma la punta de su lengua como una oruga nerviosa y roja… es una visión que no te recomiendo. Y lo peor del peor de los casos es que cuentan que cuando se ríe le entra hambre. Así que, hazme caso, si en el peor del peor del más terrible de los casos se te lleva el Hombre del saco, cállate y no digas nada, no llores, no gimas siquiera.

Tiene una llave que abre todas las puertas, siempre viene de noche. No hace ruido al andar, se dice que en otra vida fue gato, y que lo maldijo su dueña, una vieja bruja, por arrancarle los ojos estando en celo, en un arrebato de amor incontrolable. Entra en los hogares, se vuelve oscuro, podría cruzárselo tu madre por el pasillo y no darse cuenta de que está ahí, oculto dentro de la sombra de una puerta, de una silla, de un radiador… De sombra en sombra, silencioso, entra en tu habitación. Aunque estuvieras despierto y atento él esperaría a que te durmieses, conteniendo la respiración, mirándote fijamente con sus ojillos muy abiertos, pasándose la lengua por las hondas heridas de sus labios, que él mismo se provoca al mordisqueárselos. Es paciente, puede esperar todo el tiempo que tu mente necesite para amortiguar el miedo, para agotarse en su propio cansancio. Y te dormirás, porque la mente limita con el sueño, y para el sueño, cuando la mente lo cruza, no existen límites. Tiene los dedos huesudos y finos, callosos, con las uñas largas, sucias, te meterá el índice y el corazón por los agujeros de la nariz, despacio, tapándote la boca con la palma de la mano, te meterá el índice y el corazón por los agujeros de la nariz hasta que sus uñas toquen la raíz de tu cerebro y te quedes inconsciente. Entonces, irás al saco.

Recuerda, cuando despiertes, no digas nada. En el saco hay un montón de insectos vivos masticándose unos a otros, reptándote por los brazos y las piernas, recorriéndote con sus patas ásperas, palpando tus párpados, intentando penetrar la oquedad de tus oídos con sus antenas… no gimas siquiera, recuérdalo. El hombre del saco hace un largo camino con su carga, que eres tú.

Se lleva a los niños a un sótano que nadie sabe dónde está. Un lugar húmedo, en penumbra, donde su vista es aguda y la tuya torpe. Puede que esté muy lejos, en un cobertizo en un bosque sombrío, puede que esté, no se sabe, debajo de tu casa. A los niños los guarda en jaulas pequeñas, que él mismo construye con madera y alambres, y escribe el nombre con una tiza antes de que haya capturado a su inquilino. Lo tiene todo previsto, no se le escapa un detalle. Es capaz de atisbar la posibilidad de un futuro. Nadie se le escapa… Bueno, hubo uno que sí, pero… ya te contaré.

La jaula más grande tiene el tamaño de un horno de cocina, imagínate, ahí pasan los niños los días y los días, y las noches oyendo gritos y gemidos, y algunos días, al día siguiente, ven algunas jaulas vacías. El Hombre del saco escupe sobre ellas un gargajo viscoso, borra el nombre escrito con la manga, las rompe a martillazos, sonriendo, y se pone a construir nuevas jaulas minuciosamente, serio. Se oyen gritos y gemidos de noche, siempre de noche, lánguidos sollozos que no encuentran un final. A veces se oyen chillidos desgarrados que taladran los sentidos, los niños en las jaulas tiemblan, no se atreven a moverse, la respiración se les agolpa en la garganta, intentan ver en la penumbra qué sucede. Pero la penumbra es densa, espesa, fétida, verduzca. Perciben, acaso, una sombra torcida, la sombra del Hombre del saco que parece absorber todas las sombras a su paso, atareado, lento, canturreando por lo bajo una monserga con su voz profunda y áspera:

Malos, malos, habéis sido niños malos,
muy malos, niños, muy malos...
Porta, quizá, un bulto pequeño en la mano que todavía se mueve, no se distingue lo que es, y se lo echa a seis perros que tiene. En sus roncos ladridos se adivina un eco lejano de palabras humanas, deformadas, gruesas, y los perros devoran y despedazan ese bulto disputándoselo entre ellos. A veces los apalea cruelmente, sin ninguna razón, y los perros se diría que lloran y suplican. En ocasiones uno muere por la paliza recibida. Y al poco tiempo otro ocupa su puesto, más pequeño, más feroz aún.

A veces un lamento se extiende desde la medianoche hasta la madrugada, el débil lamento de un niño encerrado solo, no se sabe, de verdad, no se sabe dónde, ni con qué bichos, en la oscuridad. Cuando lo devuelve a la jaula, ya no puede cerrar los ojos. No puede volver a cerrarlos, aunque quiera, y se le acaban secando. Y a partir de ahí su llanto se torna insoportable.

Y a veces, por la noche, no se oye nada. El silencio es más tenebroso que los gritos, los niños saben que, entonces, vendrá a por uno de ellos. Que alguno de ellos será el siguiente que quiebre ese silencio. Y se miran, hasta donde les es posible ver, y miran hacia la puerta, temiendo el chirrido que la abra y que aparezca el Hombre del saco canturreando su monserga…

Nunca os han contado lo que hace con los niños, ¿quieres saberlo?

¿Te atreves a saberlo?

Nadie sabe lo que les hace, todo son suposiciones, pero sí lo que les ha hecho. Cuando los mete de nuevo en la jaula, unos traen agujeros sangrantes en las palmas de las manos y en los pies, como si los hubiera clavado con clavos, como si fueran mariposas, en un tablón. Otros traen un ojo y un diente arrancados de cuajo, al parecer, con las mismas tenazas. Otros vienen con los huesos tronchados por dentro, molidos a pedradas, convertidos en peleles sin alma. Otros vuelven con las tripas reventadas, los intestinos colgando, abiertos en canal, se diría que les ha pegado un potente petardo en el ombligo. Algunas niñas, qué espanto, se retuercen oprimiéndose sus partes, como si les hubiera cortado algo por ahí, un trozo de su ser, con una cuchilla oxidada. Algunos agonizan de hambre en su jaula, de sed, y él deja que negros moscardones se den un banquete con lo que resta de su carne, juntada al pellejo, que se junta a los huesos, hasta que mueren… A los que han muerto los retira de sus jaulas y las machaca. A los que sobreviven, acaban desapareciendo, siempre uno por uno, la noche después de que haya matado a un perro a palos.

¿Quieres seguir sabiendo? Mejor no.

Hubo un niño que escapó. Anduvo errante y se cayó a un pozo, donde lo rescatamos. Fue una casualidad, yo, que estaba cuidando las ovejas, escuché su último quejido exánime, y lo sacamos de allí. Apenas podía hablar, nos contó cosas terribles, cosas sin sentido, estaba magullado, desfallecido, y le faltaban las dos manos, decía que se las habían comido otros niños… No volvió a soltar una palabra en su vida. Está encerrado en un hospital psiquiátrico, temblando continuamente, gimiendo, y mirando siempre hacia la puerta. Está en una habitación blanca, totalmente iluminada día y noche. Una vez que se fue la luz en el centro, sus gritos pudieron oírse en todos los pueblos en diez kilómetros a la redonda…

Y ya no te cuento más.

—Abuelo… ¿por qué me cuentas estas historias? Tengo miedo.

—Te cuento estas historias, hijo, porque ya tienes una edad en la que vas comprendiendo que las princesas y los dragones no existen. Sin embargo, el Hombre del saco existe, te lo aseguro, acecha oculto por los rincones de este mundo. Y puede que algún día venga a buscarte.

—¡Abuelo…!

—Del Hombre del saco no puedes escapar. Y hacerlo no sería ninguna suerte para ti. Pero te voy a regalar un secreto importante: No dejes que te atrape, la única forma de que no te lleve es mirarle a los ojos y sostenerle la mirada. Eso le hará gracia, abrirá su boca enormemente, tú sigue mirándole, no llores, no gimas, mírale. El Hombre del saco te lleva porque tú te dejas llevar por él. Sé valiente, cariño, tan valiente como para enfrentarte al miedo y al dolor, aunque tengas el alma hecha un guiñapo. Mira de frente. Dentro de poco yo no estaré aquí, y quiero que sepas estas cosas. Por desgracia, te harán falta.


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