domingo, 22 de noviembre de 2015



El mismo año en que mis padres contrajeron nupcias, mi padre obsequió a su esposa un hermoso candelabro de Baccarat. Aparentaba pesar una tonelada y abarcaba un enorme tramo de la escalera. Debido a sus dimensiones mi padre buscó durante algún tiempo una casa con altura suficiente para acomodarlo. Terminó decidiéndose por una casa palaciega muy antigua en el campo galés. La mansión contaba con seis pisos y en el centro había un enorme atrio en espiral con el techo de cristal. Las escaleras subían por las paredes de la torre rodeando al enorme candelabro en la cima.
candelabro

Desde que tengo memoria, me recuerdo pasando el día tumbado en el suelo admirando la cascada de cristales que colgaba del techo y observando los prismas centelleantes que atrapaban la luz y la arrojaban en forma de un vibrante arcoíris sobre las paredes. Mi madre solía regalarme una sonrisa. Según ella, era todo un romántico, un soñador. Mi padre me sonreía por simple correspondencia, pero nunca se molestó en verlo desde mi perspectiva. El solo tenía ojos para mi madre, al menos hasta que mi pequeño hermano George vino al mundo.
Pero yo no era un soñador, no, yo luchaba contra el sueño con cada parte de mi ser. Prefería pasar mis noches despierto, observando el baile de aquellos campos de estrellas que parpadeaban sobre la torre en las noches claras. Si la Luna brillaba por encima del gran atrio, aquel Baccarat la transformaba en millones de brillantes y diminutas estrellas. El candelabro siempre se balanceaba con suavidad, incluso sin una corriente de aire en la casa, y ejecutaba un vibrante y nítido baile celestial sobre las paredes al ritmo de una canción que casi podía escuchar. Me hubiera gustado danzar entre ellas.
Cierto día me desperté de una siesta por la tarde con el estruendo del metal retorciéndose. Llegué a la barandilla justo a tiempo para ver como los soportes metálicos del Baccarat se partían en dos. El candelabro empezó su descenso al suelo hasta que su aceleración fue abruptamente frenada por el último apoyo restante – una gruesa cuerda de nylon negro. George se encontraba jugando con un tren justo debajo y yo gritaba. Me miró por un momento y luego lo perdí de vista cuando la cuerda se rompió y el candelabro se precipitó a lo largo de cinco pisos hasta la planta baja donde mi madre se había arrojado para proteger a su hijo.
Mi padre solo lloró por ellos a solas. Una semana después de sus muertes mi padre restauró el Baccarat y lo volvió a colgar. Había sido de mi madre y él la amaba profundamente. Quizá le gustaba mirarlo y pensar en ella. Pero me gusta creer que lo volvió a colgar para mí, pues sabía lo mucho que me gustaba.
Pero el candelabro ya no era el mismo. La cadencia suave que había mantenido durante todos esos años había sido reemplazada por una quietud tan absoluta como la muerte. Los arcoíris se habían apagado, estaba casi incoloro y las estrellas danzantes que iluminaban las paredes durante la noche estaban ausentes haciendo de aquel atrio en espiral un sitio tan oscuro como el ónix.
Todavía paso mis días y noches observando el candelabro con la esperanza de que su magia regrese algún día. Hay días en los que casi puedo volver a ver sus colores vibrantes y la luz estelar moteando las paredes. La mayoría de las veces no veo nada en absoluto.
Pero nada en este mundo es mejor que la pesadilla que se asoma ocasionalmente a través del velo, cruel y totalmente inesperada. A veces puedo sentir el frio, el hambre y el dolor en mi pecho. A veces las noches oscuras y los días grises adquieren sentido. A veces puedo ver ese candelabro por lo que realmente es. Y es que, a veces, recuerdo que no fue el Baccarat lo que mi padre colgó en aquel lugar, sino a él mismo.